Las fuentes secas
Los años le dan a uno el poder de evocar un tiempo al que necesita volver cada vez que la actualidad lo requiere. La polémica sobre las fuentes de Bailén y el que se tenga que decidir si se les dota de infraestructura para que sigan manando agua, me ha hecho recordar aquella infancia en la que las fuentes bailenenses eran tan importantes como necesarias. Por lo pronto servían para delimitar nuestro territorio de juegos. Los niños de la calle Desengaño y Alfarerías, por ejemplo, no podíamos pasar de cuatro fuentes que hacían, de alguna forma, de puntos cardinales de nuestras correrías: La Fuente de la Cruz de Baños, la Fuente la Espiga, la Fuente Vieja (que estaba en la plaza del Reloj) y la Fuente de la glorieta de la Virgen de Zocueca. De ahí no nos podíamos pasar. Y si lo hacíamos, nos arriesgábamos a un ‘alpargatazo’ de la madre o un ‘cintazo’ del padre. A ellas, a las fuentes, acudían las mujeres cuan ‘mariabellidos’ cualquiera a llenar los cántaros para dar de beber a las respectivas proles. No había agua corriente en las casas y las fontanas daban esa agua fresca que se necesitaba en los hogares. A ellas iban a llenar las mujeres los cántaros y para eses menester utilizaban una caña a la que previamente se le había quitado los nudos y se había quedado completamente hueca. Un extremo de la caña se colocaba en uno de los caños y el agua conducida por el interior del artilugio casero iba a caer al recipiente. Algunas fuentes, como la de la Cruz de Baños y la del Vivero, servían de abrevadero para las bestias e incluso como piscinas improvisadas cada vez que en verano regresábamos de jugar al fútbol y apetecía un chapuzón. Las fuentes eran también el sitio en el que las mujeres tenían sus ratos de cháchara y en torno a ellas se desarrollaba una vida social que no permitía en cualquier otra actividad. También servían como materia prima de aquella legión de aguadores que sometían el líquido elemento a las leyes del comercio, oficio que se ha dilatado hasta bien entrado el siglo XX. En los pueblos, y en los tajos de trabajo, los aguadores fueron siempre una estampa costumbrista, con sus recuas de acémilas y sus aguaderas de esparto cargadas con cántaros de fresquísima agua.
Pero el progreso y el agua embotellada permitieron que muchas de las fuentes perdieran su condición básica de dar de beber al sediento. Y ahí empezó su decadencia, que se ha agudizado con la crisis. En aquellos años en los que el dinero sobraba, muchos pueblos, entre ellos Bailén, adquirieron la costumbre de poner fuentes en rotondas y lugares insospechados. Ahora se sopesa lo que cuesta mantenerlas en perfecto estado de perfeccionamiento y no han sido pocos los munícipes que han caído en la tentación de abandonar su mantenimiento, lo que las ha convertido en recintos que han perdido su primigenia función. A mí, tal vez influido por esos recuerdos en los que las fuentes de Bailén ocuparon un espacio tan importante en mi memoria, me da pena ver un venero sin agua, convertido en un lugar donde se acumula la suciedad. No hay nada más triste para mí que ver una fuente sin agua. No lo puedo remediar.